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Ante el anuncio del gobierno sobre nuevas regulaciones en materia de «materias sensibles», léase tabaco y pornografía, cabe recordar el aviso de don José Ortega y Gasset de que el mundo no fue creado para mayor tranquilidad y sosiego de las monjas ursulinas. Estas buenas señoras, consagradas a la obediencia de la Compañía de Santa Úrsula, no tenían, lógicamente, tal pretensión. Su falta, si es que alguna tuvieron en su época estas pobres monjas, era servir de ejemplo de personas con una moral estrecha y conservadora que iba quedando desfasada a principios del siglo XX. Jardiel Poncela, en su novela con victoria femenina y feminista, «¿Pero hubo alguna vez once mil vírgenes?», informaba del error de interpretación que había conducido de la lectura de «XI M virginum» a «undecim milia» (once mil) en lugar de «undecim martyres» (once mártires), reduciendo notablemente el número de acompañantes de la buena de Santa Úrsula entregadas al furor de las mesnadas de Atila.

Uno, que es más de los tiempos en que el referente del nombre Úrsula correspondía, teniendo como compañero a Bond y como antagonista al malvado Dr. No, a la sugerente Úrsula Andress, no acaba de entender los sesgos, formas y maneras de esta otra época en la que la Úrsula por antonomasia se apellida von der Leyen.

En el interregno entre las dos Úrsulas, se dio en reconocer a quien juzgaba con cánones anticuados el comportamiento de sus congéneres, con el término de casposo. El apelativo cosechó un éxito duradero a pesar de corresponder a los pobres afectados por una excrecencia capilar que, desde luego, no emanaba de sus pensamientos, fueran estos los que fueran. El franquismo, o al menos el tardofranquismo que nos dio tiempo a vivir, tenía dos demonios principales: la política y el sexo. El mundo y la carne. Y fueron precisamente esos dos miedos, esas dos fobias gubernamentales, las que se enseñorearon de sus últimos tiempos. Puesto que en aquellos momentos, de liberación y destape, se combatía por la libertad, y no por la intervención, resultaron en la excitante y divertida etapa de la transición, en la que la política abría sus puertas y ventanas para que entraran en los despachos las voces de la calle.

Los momentos actuales, siguiendo esa regla no escrita de que este país revienta cada cuarenta años, son también de fobias y miedos. El anuncio de las futuras normas sobre tabaco y pornografía no puede resultar más entrometido en la vida privada de los individuos ni más desalentador respecto al futuro de la capacidad de intervención estatal. En adelante, por lo visto, el gobierno podrá prohibir los caramelos de sabor a pera, arguyendo que mucho azúcar es malo y ese sabor, el de las peras, especialmente tentador.

No deja de resultar extraño que sea lo que hoy llamamos izquierda, heredera, por tanto, de la tradición de defensa de las libertades, quien corte la comunicación con la calle y se ampare en el monólogo virtuoso de fariseos, ursulinas y casposos que se auto titulan expertos y componen, en realidad, lo que Ortega llamaba «el Estado Mayor de la envidia». Resultará difícil discernir a qué se debe este cierre gubernativo de puertas y ventanas. Podría obedecer al hecho de que no quieran ni puedan ser oídos en esas misteriosas negociaciones suyas donde se compran y se venden lo que no les pertenece… Pero también podría ser que no quieran escuchar lo que ya es un clamor popular: ¡A nosotros déjennos en paz!