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El intenso despliegue del proceso del arte cristiano se ha ido manifestando con una gran riqueza de formas y contenido a lo largo de siglos. Uno de los temas que han brillado por un especial atractivo para los fieles cristianos y que se han distinguido por el don de una inspiración de los artistas han sido, sin duda, los temas representativos de las escenas vinculadas a la natividad y la infancia de Jesús, que destacan no sólo por la delicadeza de manos expertas en el arte, sino que también han resultado expresivas del fervor y la espontaneidad de unos ejecutores humildes, de carácter    popular y de una ingenuidad agradable.

En las llanadas «catacumbas», o sea, en los antiguos  cementerios cristianos que abundan en el subsuelo de Roma, es donde se han conservado primitivas y reveladoras muestras de pinturas murales en las que están representadas escenas del nacimiento y de la infancia de Jesús.

En el amplio y muy extendido cementerio subterráneo llamado de Priscila, iniciado en la propiedad de una noble familia que se fue cristianizando profundamente, hallamos una pintura que representa al virgen María sosteniendo en sus brazos al niño Jesús, y junto a ella la figura de un profeta, probablemente Isaías, que con su brazo extendido y su dedo    indica en lo alto una estrella luminosa en referencia al texto bíblico que dice: «Álzase de Jacob una estrella. Surge de Jacob un cetro» (Nm 24,17). El famoso arqueólogo De Rossi consideró esta pintura como la imagen más antigua que se conserva de la Virgen y que se databa como efectuada a principios del siglo segundo. Hoy, sin embargo, se considera que la ejecución de esta pintura puede retrasarse al siglo siguiente, y que quizá sea más antigua la que en el mismo cementerio se halla, junto a la Capella greca en la escena de la adoración de los Magos, donde aparece la Virgen sosteniendo sobre sus rodillas al niño Jesús.

Donde por primera vez se halla diseñado en las catacumbas el pesebre en que fue colocado el recién nacido en Belén, está en una pintura que se halla en el cementerio llamado de San Sebastián representando a la Virgen que aparece en pié junto al pesebre de referencia, teniendo al niño en brazos, y a la izquierda se ven las cabezas del buey y el asno tradicionalmente mencionados, tal como se comprueba en esta pintura, datada como obra del siglo cuarto.

El carácter del simbolismo y de la simplificación propios de las pinturas del arte bizantino propician que en las escenas del nacimiento del Señor se observe que la Virgen sea representada tendida sobre un adornado lecho o colchón, signo de su maternidad, y que dispersos en el contorno aparezcan diversas circunstancias del acontecimiento, como son la aparición de ángeles y la adoración de los pastores. Esto tendrá también efectos en similares representaciones    del occidente europeo durante la época del románico. Así se manifiesta en una ilustración de un antiguo códice evangélico que se conserva en la catedral de Vercelli, donde en la parte superior se ve a Jesús    envuelto en fajas y tendido en un lecho o pesebre entre María y José, juntamente con la mula y el buey, y además tres ángeles, uno de los cuales mirando hacia abajo se aparece a dos pastores que están con sus ovejas y corderos.

Este modelo tendrá en el futuro una gran continuidad y un especial desarrollo en toda Europa donde se iniciaría lo que suele llamarse «un belén viviente» por estar formado a base de personas, y que también dio origen a los belenes familiares    que las familias o entidades diversas componen y renuevan cada año    al celebrarse la fiesta de Navidad. El origen de estas costumbres tuvo como iniciador a san Francisco de Asís, tal como nos lo refiere Tomás de Celano, autor de una de las biografía más antiguas del santo, donde describe cómo se efectuó    en Greccio, pueblo del valle de Rieti en Italia, la especial celebración de la noche de Navidad del año 1223, siguiendo las indicaciones del propio santo fundador de los franciscanos, donde en su relato dice:

«Dispónese luego el pesebre, acomódase la paja y se trae el buey y el asno. Hónrase allí la sencillez, se elogia la pobreza, se celebra la humildad, y Greccio se convierte en otra ciudad de Belén. Queda la noche iluminada como claro día y da placer a los hombres y a los animales. Llegan los pueblos y animan con nuevo entusiasmo y fervor aquel admirable misterio. Resuenan en el valle las voces, y los ecos responden con estremecimiento. Cantan los religiosos entonando las divinas alabanzas y transcurre la noche en santa alegría. Contempla extático el siervo de Dios el pesebre, suspira tiernamente y se le adivina rebosando ternura y nadando en mar de celestiales goces. Celébrase el santo sacrificio de la misa junto al pesebre, y el sacerdote disfruta de inusitado consuelo. Viste Francisco los ornamentos sagrados propios del grado de diácono, a cuya orden estaba elevado, y con voz conmovida entona el santo evangelio. Y aquella voz es insinuante y dulce, clara y sonora, convidando a todos a los premios eternos. Predica después al pueblo que le rodea, y de sus labios brotan dulcísimas palabras sobre el nacimiento del rey-pobre y de la insignificante ciudad de Belén. Cuando ha de pronunciar el dulce nombre de Jesús, ardiendo el flagrantísimo amor llámale, con sin igual ternura, el niño de Belén; y esta palabra a causa del estremecimiento y emoción, percíbese como tierno balido de oveja. […] El Altísimo multiplicó allí sus maravillas; pues un hombre piadoso de los que allí había contempló una admirable visión. Vio un niño exánime reclinado en el pesebre, al cual se acercó el santo varón de Dios y lo resucitó tan suavemente cual si lo despertara del sueño». Signo era esto último de la restauración cristiana promovida por san Francisco.

Con motivo del octavo centenario de este acontecimiento que se considera como el inicio de la instalación anual de los belenes en las familias y pueblos, el papa Francisco, que ha visitado varias veces con emoción profunda el convento franciscano de Grecció, recomienda la piadosa costumbre de los belenes, considerando que «la encarnación de Cristo sigue siendo el corazón de la revelación de Dios».