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Una cena entre un hombre y una mujer tiene siempre tres versiones: la que cuenta él, la que cuenta ella y lo que realmente ocurrió. Como ustedes verán es una verdad antigua lo de que cada cual arrima el ascua a su sardina. Recuerdo una comida en Mongofra invitado por don Fernando Rubió con ocasión de haber escrito yo La pesca en Menorca. Don Fernando, según era costumbre en esa clase de eventos, quiso que yo estuviera a su lado. A mi izquierda me acompañaba mi hermano Manuel. Estaban presentes una dama francesa conocida de don Fernando, un médico catalán y un par de personas más de las que no me dijeron cuál era su gracia para figurar en aquella inolvidable comida. La dama francesa se «desató los peines» para decir que conoció a un gentil que presumía de ser un «elegido de los dioses», sin hacer de ello ni media palabra al respecto. Otros decían del endiosado que era otra cosa y lo cierto es que nadie reunió el valor suficiente para decir lo que realmente era. Me acuerdo de aquella anécdota de la mademoiselle.

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También recuerdo que el plato estrella era un carpaccio de avestruz, plato que volví a comer una víspera de Navidad pero esta vez en un restaurante madrileño. Por cierto, encontré aquel carpaccio excesivamente aderezado de cebolla, muy finamente picada eso sí, pero no por eso dejaba de ser cebolla. En África, en un restaurante de Nairobi, fue la primera vez como gastrónomo que comí cocodrilo. Lo he vuelto a comer en otras ocasiones, siempre en África. Su carne es blanca pero huérfana de sabor; la carne de cocodrilo no sabe a nada, es completamente neutra, razón por la cual la sirven acompañada de dos o tres salsas que le darán a esa carne lo que no tiene: sabor y aroma. Desconfiad de quien os diga que la carne de cocodrilo sabe igual que la carne de pollo. Los que dicen eso han comido cocodrilo muy especiado o han soñado que lo han comido. Pasa como con las angulas, salvadas sean todas las distancias, un manjar caro, muy caro, razón debida a su escasez. Posiblemente en Menorca no se puede consumir angulas salvo que estas estén congeladas. Lo que las convierte en un manjar es algo tan prosaico como un diente de ajo y una guindilla picantona y por supuesto el aceite. Sin esos tres componentes; aceite, guindilla y ajo, este plato pasaría completamente desapercibido. Las he saboreado con María en el Gaztelubide, un restaurante a la salida de Madrid dirección Galicia; verdaderos maestros en preparar mariscos y pescados a la brasa.

Confieso por honestidad que más de una vez he pagado y comido como delicatez lo que en puridad no era otra cosa que una vulgar ordinariez para paladares atrevidos. Hace ya muchos años, siendo yo mozo, probé en Menorca el erizo de tierra, carne fina donde las haya. No lo he vuelto a probar, por más que recuerde que en mi añorada Ciutadella había «cazadores» de erizos que para esos menesteres se servían de unos perrejos pequeños (vaya usted a saber la raza). Sí recuerdo que les decían cans d’eriçons. Un familiar de María, la verdad que algo lejano, presumía en vida de ser la cocinera que mejor guisaba el gato. No quise yo que se fuera para la ciprés sin probar su famoso estofado de gato. Así que reuní el valor y el estómago suficiente para decirle que me llamase por teléfono el día que tuviera un gato bien cebado. ¡Y vaya que si me llamó! Y allí que me fui huérfano de vergüenza. Los presentes me miraban como si yo estuviera a punto de cometer una locura gastronómica. Me comí dos tajadas. Yo no sabía a qué sabía el lomo de gato estofado pero aquel estaba buenísimo. No obstante me prometí a mí mismo no volver a probar gato. Tuve incluso dudas de que fuera gato, me pareció conejo de jaula, muy aliñado pero conejo. Me abrieron los ojos las costillas que en un caso serán planas y en el otro caso serán redondas.