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Detener el tiempo de los verbos puede ser un premio, por ejemplo cuando hemos tenido la suerte de alcanzar un principio prometedor de empatía con una bella mujer.

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Apenas cumplidos los 20 años me fui a vivir a Madrid. Por aquellos días conocía yo a una bellísima menorquina que a lo largo de los años seguí siempre recordándola como una ilusión frustrada, preguntándome a menudo qué habrá sido de ella. En mis cortos viajes de ida y vuelta a Menorca, no volví a verla. Pensé que al igual que yo, habría encontrado otro lugar y así pasaron los años, tantos como los mismos que tenía cuando salí de mi querida isla para aislarme más que nunca en un Madrid donde todo me ha parecido siempre excesivo. Pero aquel viaje de nuevo en mi tierra, andaba yo en un súper para aliviar a mi madre de tener que hacer la compra, y entonces la vi.

Estaba tan guapa y tan gloriosamente joven como aquel día hacía ya 20 años, que nos dimos un beso de despedida. Me paré ante ella admirado. ¿No me recuerdas? Ella me miró sorprendida. Insistí, yo no te he olvidado. Pero ¿usted quién es?, contestó en el mismo instante que otra señora de mediana edad se paraba para cogerla del brazo. Entonces lo comprendí, la mujer que yo recordaba terminaba de pararse junto a su hija, que era la viva imagen de su madre 20 años atrás. Mi memoria no corrigió los efectos del tiempo, simplemente fijó una imagen gloriosa en mi mente de una mujer 20 años que un día me regaló un beso.