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Ese adolescente recurre sistemáticamente a la violencia cuando la vida se le tuerce. Su ira es verbal. Y física.

Lo sabes…

Como sabes que todo acercamiento, toda ayuda, toda reflexión se muestran, inexorablemente, inútiles… Incluso las muestras de afecto resbalan por su ser. No se las cree. Son algo ajeno a su cuerpo… Hoy sabes –tardaste- que el muchacho, en las aulas ya lejanas de Primaria, se cubría el rostro cuando el maestro le reconvenía… Buscaba protegerse, hasta de un peligro que no era tal… Es fácil deducir –y luego constatar- que el chaval ha pasado de víctima a agresor. Y averiguar que procede de una familia de malos tratos, alcohol y abandono… La conclusión, igualmente asequible: en su infancia únicamente ha presenciado peleas, algo cotidiano y, por cotidiano, normal… Lo que se le antoja, pues, como anti-natura, es el diálogo, la resolución de conflictos mediante la palabra y el amor que, desde siempre, le ha sido negado… No es fácil reprogramar doce años de ignominia para hacerle ver que existen otras vías: que está la palabra, la estima, el perdón dado o solicitado, que el presente, incluso el pasado, pueden obviarse en el futuro, que…

El niño –que aún es- lo tiene difícil. Porque la sociedad contemporánea no le socorre. La misma sociedad que ve en el hombre, un número; en el drama, una cifra; en el padecimiento, estadísticas… Cuando dejáis de poner rostro y nombres propios a las tragedias (habilidad en la que la clase política es experta), la sensibilidad sale de los escenarios y la conciencia se aseda, primero y muere, después. El efecto es demoledor, porque el ser humano se insensibiliza frente al mal perdiendo así toda capacidad de reacción. Hablar de millones de inmigrantes, por ejemplo, ya no os hiere –y debería- porque tras el cómputo no veis las caras de quienes padecen esa lacra. La ceguera os desarma… Quien habla de inmigración, habla de desahucios, de violencia de género, de pobreza…

El niño grita e insulta, sí… Es lo que sabe hacer. Es lo que ha aprendido. Es «lo correcto»…

El drama se adoba con otros ingredientes. Probablemente el chaval se aliena matando virtualmente. En y con los juegos. Con personajes en 3D de lacerante verismo… Huye, gracias a su consola, de terribles carencias de afecto familiar, del hiriente tamaño de las omisiones. Y se pervierte al buscar con qué suplirlas… Lo consigue gracias al liderazgo, sucedáneo letal. Es un crack, a la postre, en colgar en interné deleznables comentarios o vídeos de palizas o maltratos. Le sigue una legión de admiradores enfermos. Se auto-encierra en una nube de algodón. Desde su torreón, los gritos no le alcanzan. Y acalla el hambre de diario diálogo con sus padres. Los padres – los suyos ni tan siquiera eso- andan muy atareados conquistando para sus hijos aquello que ellos no tuvieron, privándoles, curiosamente, de lo que sí tuvieron: tiempo de dedicación, de escucha, de reflexión guiada… Tiempo para la siembra…

El niño se protegía del zarpazo amargo… Ahora lo da. A destiempo. Sin necesidad. Es la costumbre. Conoce las reglas. Es lo lógico. Lo natural. Y lo hace en un mundo donde –lo iteras- ya no hay semblantes… Tan sólo cálculos matemáticos. Y hombres irascibles que llegan a la presidencia de grandes naciones y refuerzan su falso credo…

Inconmovibles, pues, y egocéntricos (última y única amarga forma de amor), andáis por ahí, desnortados… Por eso, otro chaval, de 19 años, regala galletas con pasta dentífrica a un mendigo y se mofa de su hazaña al señalar que "está bien eso de ayudar al prójimo. Así tendrá los dientes limpios…" Al principio, ese descerebrado te causa asco. Ahora sólo pena: porque detrás de ese individuo tal vez no haya sino una insaciable necesidad de ternura, la búsqueda de un genérico vomitivo (el del protagonismo «youtubero») y una nula o aberrante educación familiar. La que lo ha convertido en un ciego incapaz de vislumbrar, en un mendigo, el doliente rostro de un ser humano…