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«Nunca conocí entre los seres humanos, como en los cinco perros que hasta hoy pasaron por mi vida, un amor tan desinteresado y tan leal. Tan conmovedoramente fiel..., no hay compañía más silenciosa y grata. No existe mejor alivio para la melancolía y la soledad que su compañía, la seguridad de que moriría por ti, sacrificándose por una caricia o una palabra». No es un texto mío sino del autor Arturo Pérez Reverte y que reproduzco porque lo suscribo en todas su letras, puntos, comas y espacios. Solo añadiría que cuando ya tu compañero noble se ha ido de este mundo, su ausencia te persigue, las esquinas en las que te esperaba a la vuelta del trabajo están vacías, aunque adivinas su sombra, su breve ladrido y el suave movimiento de su cola a modo de saludo en los últimos días, cuando ya había dejado atrás los saltos y carreras de la juventud. Es difícil de entender para quien no ha pasado por ello; y tampoco se resuelve con un luto exprés, ni ese ser es fácilmente sustituible por otro, porque las mascotas, como no se cansan de repetir las protectoras de animales, no son juguetes.

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Entre tantos casos de maltrato y muerte, de abandono en cunetas, de esa obsesión por multar y perseguir a los amigos peludos, aparece una de esas noticias que lees y te calientan el corazón, reponen tu confianza en la gente. Me refiero a la terapia canina del geriátrico de Sant Lluís, una buena iniciativa. Solo hay que ver a los mayores con los perros, que no entienden de arrugas y canas, de manos temblorosas o fallos de memoria, no les importa oir historias repetidas, se dejan acariciar y devuelven el cariño con creces, mejoran la salud. De hecho hay hospitales en países como Canadá que están a la vanguardia y admiten la visita de canes. Son ejemplos a seguir.