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Desconozco qué placer extraño y desde luego malsano debe producir ver cómo algo arde y queda carbonizado. La justicia debería emplearse a fondo en el castigo de los pirómanos que arrasan zonas forestales, destruyen ecosistemas que tardarán años en recuperarse y amenazan vidas humanas. En un verano seco como este, la alerta en los bosques es constante, pero de un tiempo a esta parte esa fascinación enfermiza por quemar ha llegado a los cascos urbanos. Esa fiebre incívica por destruir contenedores que comenzó en Ciutadella y que ahora afecta a Alaior -ya han perdido 14 de esos recipientes en este último municipio-, parece que se contagia y no tiene fin.

Si fuera una simple gamberrada de adolescentes, como se pensó en un principio, sería igualmente punible y condenable, pero es que ha subido un peldaño más. Con numerosos coches estacionados cerca de la batería de contenedores que se prendió fuego en una de las calles de Alaior, el peligro de una explosión es evidente. El acto de vandalismo intoxicó además a dos policías locales por inhalación de humos, poniendo en riesgo su salud.

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Por no hablar del elevado coste económico que tiene para ayuntamientos y Consorcio de Residuos, al final todos nosotros, los contribuyentes, este tipo de acciones. La reposición normal de contenedores que asumen las concesionarias de basura o el propio Consorcio insular nada tiene qué ver con el ritmo de destrucción alcanzado en este medio año.

Las fuerzas de seguridad no pueden estar en cada esquina, esperando a ver quién actúa de manera sospechosa cerca de un contenedor. Piden ayuda, testigos, y es deber de todos vigilar actitudes sospechosas para encontrar a los culpables y hacerles pagar lo que han quemado.