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Hay quien considera el «buenismo» (considerar a los demás buenas personas y actuar en consecuencia) como uno de los males que está hundiendo la sociedad del bienestar. Sirvan algunos ejemplos.

A los refugiados sirios no se les puede dejar entrar en Europa por su peligro «desestabilizador» y si todavía a la hora de comer nos enseñan algunas imágenes de niños ahogados en la playa debemos concentrar la vista en el plato de comida. De hecho, ahí está la esencia. Que no nos quiten el plato de comida. De ese miedo se alimentan los partidos xenófobos, extremistas, cuyas expectativas de voto crecen en casi toda Europa. El terror ante el terrorismo sigue incrementando las víctimas colaterales.

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Las políticas en contra de algo tienen muchísimo más peso que las que se hacen a favor y con renuncias. La humildad en política no existe. Albert Rivera ha demostrado una buena actitud para el diálogo y le han llovido las críticas. La oportunidad histórica de conseguir un gobierno de pacto, con un programa conjunto que permita, entre otras muchas cosas, una ley de educación duradera, topa con los argumentos de quienes se sitúan por sistema en la oposición. Los que se visten de malos son más simpáticos.

El deterioro de la economía no es intermitente, sino persistente. Ahora Draghi del BCE y algunos gurús vuelven a pedir que se adopten medidas tajantes para evitar otra recesión. ¿Cuándo en materia económica se va a proponer algo en positivo, que mejore la calidad del empleo, que permita a los trabajadores recuperar poder adquisitivo, que ilusione y que anime al esfuerzo?

Rousseau decía que el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe. Por tanto, esa dinámica que nos prohíbe las ilusiones y que difumina los valores debería cambiar. Hay que apostar por los hombres buenos para que el destino no sea volver a provocar las mismas decepciones.