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Por Santa Lucía mengua la noche y crece el día. Per Nadal una passa de pardal i per Sant Antoni una passa de dimoni. Por Navidad cada oveja a su corral. Podría seguir citando refranes, pero cojo los bártulos y me voy a Barcelona, guiado por mi mujer con el hilo invisible de quien sabe orientarse por esos mundos de Dios. Dios uno y trino, nos enseñaban en el colegio; pero lo que es trinar yo no trino bien. Eso es lo que nos decían de San Juan Bosco, que cuando era pequeño cogía jilgueros que trinaban como los ángeles. Por cierto que un jilguero es una cadernera, aunque suena a algo ligero y con mucho desparpajo. En Barcelona mis hijos andan preocupados por los pagos de la hipoteca, felices por los retoños –mis nietos- que crecen sin parar o por la magia engañosa de la Navidad. Y cuando digo 'mis nietos' no me refiero a una clase nueva de miss en un concurso de belleza. Compruebo que la Navidad sigue consistiendo en tirar dinero en regalos innecesarios, comer a dos carrillos, contemplar las luces que adornan la ciudad y soñar que todo es posible, incluso la paz entre los hombres, esa utopía. Por las banderas que llaman esteladas recuerdo que Catalunya vive inmersa en la indecisión de su propio futuro, y por los pasquines que aún cuelgan por las calles veo que el gobierno de España se halla ante la encrucijada de un futuro no menos incierto.

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Luego nos vamos a Nápoles, donde las banderas cuelgan en todos los balcones, pero son banderas de ropa tendida aun en las ventanas de las mejores casas. Calles sucias, fachadas destartaladas, dulces en todos los escaparates, comer pizza o pasta frita con los dedos en plena calle, trenes desvencijados llenos de gente hasta los topes que me recuerdan el realismo cinematográfico de los años cincuenta, reclamo engañoso para turistas que pagan el doble por una sonrisa y una simpatía desbordante. Al final del trayecto Pompeya, Herculano o Sorrento, donde todavía resuenan los ecos de la canción interpretada por un tenor alegre frente a la inmensidad del mar. 25 metros de lava sobre Herculano cubrieron los ríos y preservaron las casas y los cadáveres. Uno puede pasear por las calles empedradas y entrar en los antiguos jardines, escuchar casi el murmullo de las fuentes en los atrios, oír el griterío del público en las gradas del anfiteatro de Pompeya y percibir que el tiempo es una medida engañosa y que 1.937 años no son nada después que la erupción violenta del Vesubio paralizó el reloj el 24 de agosto del 79.