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Svetlana Alexievich, una periodista y escritora bielorrusa de 67 años, ha ganado el Premio Nobel de Literatura 2015. Es la decimocuarta mujer que se hace con el galardón, frente a más de un centenar de varones. Lo primero, al ver la noticia, es intentar pronunciar su nombre (sin éxito). Lo segundo, buscarlo en la Wikipedia no vaya a ser una autora muy famosa y la conozca todo el mundo menos tú. Lo tercero, dar con alguno de sus textos (y leerlo). Lo cuarto, buscar los porqués (y las segundas intenciones: a veces, los premios son sospechosamente más políticos que el reparto de puntos de Eurovisión). Lo quinto es esperar a que pase el tiempo para saber si Alexievich será uno de esos descubrimientos sin fecha de caducidad que hacen los jurados de tanto en tanto o si pasará, en unas décadas, al baúl de los intelectuales olvidados; mientras que otros nunca premiados pasan a la historia universal: los Nobel son también premios marcados por las ausencias, como decía Joan Pons en este diario hace unos días.

En esa pequeña investigación de tres minutos de duración (al estilo de los bárbaros de Baricco) descubro que solo hay traducido (y publicado) un libro de Alexievich al castellano, «Voces de Chernobil». La crónica de una catástrofe y de una horrible gestión que, solo con leer las primeras páginas, ya promete (escalofríos y reflexiones: el hombre es algo peor que un lobo para el hombre). Varios más de sus títulos están por llegar (claro, estos premios son también los de las editoriales): «La guerra no tiene nombre de mujer» aparecerá este otoño con el sello de Debate y Acantilado confirma que se ocupará en 2016 de «El fin del homo sovieticus», que Alexievich (le estoy tomando ya gusto al apellido) publicó el año pasado.

Ha ganado el periodismo, la no ficción, el oficio vapuleado y lleno de sombras y manchones de tinta del que aún (parece) quedan representantes dignos: basta con acercarse a la biografía de la escritora para darse cuenta de que no se ha conformado con dar voz a quienes lo tienen fácil, sino que, a costa de amenazas y enemistades con el poder, ha sido la intermediaria de aquella gente que apenas existe: las víctimas de las decisiones militares y gubernamentales de turno. Ha ganado la obra de una autora que pone su foco principal en las mujeres como testigos: en los padecimientos silenciosos y silenciados del sexo femenino en un contexto de guerra, de desastres y de invasiones (en este caso, en las sociedades soviéticas y postsoviéticas como un marco tétrico cualquiera). Y parece que se queda a un lado: deja que ese coro de voces sea el único protagonista.

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Lo fácil es lo otro: entrar en esa vía tan habitual hoy de hacer periodismo en la que el informador es un mero altavoz de los dimes y diretes políticos, a veces por falta de tiempo, a veces por puro servilismo y otros negocios encubiertos. Nos espera ahora una campaña electoral para comprobarlo, llena, seguro, de frases efectistas, trucos baratos, datos confusos y manipulados y promesas que nadie cumple y por las que nadie paga (suerte que el cambio ya no es un sueño imposible: está en marcha gracias al esfuerzo de tantas personas implicadas). Trascender ese círculo informativo vicioso, ir más allá, cambiar el foco, buscar a los otros testigos, dejar que hablen los que no tienen voz es uno de los caminos por los que el periodismo, medio ciego, a tientas, ha de palpar ahora su futuro y discurrir. El bastón para ese camino será que quienes lo ejerzan se puedan ganar la vida: que no todo sea gratis, que se reconozca el trabajo que hay detrás de una información veraz y sin favores a políticos ni consignas de grandes grupos mediáticos: multinacionales de la noticia. Pero ése es otro cantar. Y es que la pregunta no es tanto si desaparecerán los periódicos en papel (que claro que sí) o si los tertulianos son seres inmortales (esto no lo tengo tan claro); la pregunta, me parece, es si seremos capaces de educarnos como sociedad y concienciarnos del valor y de la necesidad democrática de la información y el acceso a ella. La respuesta es cosa de todos.

Mientras tanto, sobrevuela un leve orgullo a este último veredicto de los suecos que seguro que comparten algunos redactores que sueñan literatura, los que no ven riña en esta suma sino un matrimonio ejemplar: una periodista, Premio Nobel de Literatura. Por un segundo, parece que el oficio levanta un poco el mentón, relaja los hombros y hasta sonríe, y se dice entre dientes que alguien va a seguir contando (bien) lo que pasa.

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