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Imposible, no se estropea, es alemán», dice con aplomo una espectacular Claudia Schiffer en un anuncio televisivo de una marca de coches. Alemania, actualmente la locomotora de la Europa continental, la misma marcada por una historia que aún hoy pesa sobre las nuevas generaciones, ha basado buena parte de su prestigio internacional, de su imagen como país, en su tecnología. Honesta, segura, calculada y precisa. Se sacudía los complejos a golpe de 'milagro económico alemán', Plan Marshall mediante, también de ilusión por la reunificación, pero sobre todo, por su fiabilidad, mucha de ella depositada en una potente industria automovilística.

Por eso el «la hemos cagado del todo», muy descriptiva frase del presidente de la compañía en Estados Unidos, Michael Horn, cuando admitió que se habían manipulado y falseado las emisiones contaminantes de sus coches, es algo más que un problema empresarial. Deteriora la imagen de la marca pero también, de rebote, puede dañar al sector alemán y hasta al país. Cae el mito de la rectitud, y vemos que la picaresca, eso tan típicamente latino, ampliado y convertido en fraude, verdaderamente en lugar de curarse traspasa fronteras y contagia hasta a los que se presentaban como decentes.

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Con el caso Volkswagen se les ha acabado el rédito, no podrán seguir viviendo de la buena fama, tendrán que ganarla.

En la empresa construirse un nombre cuesta mucho y puede derrumbarse rápido; igual pasa con las virtudes que se cuelga uno por ser de un determinado país o comunidad. Los sambenitos duran para siempre.

La segunda parte de la historia ya se ha anunciado como «dolorosa». Recorte de inversiones, imagino que devolución de subvenciones a gobiernos que han bonificado la compra de esos vehículos, y como daño colateral, acabarán pagando la avaricia de unos pocos los trabajadores de alguna planta de coches en cualquier lugar del mundo.