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Dicen que a veces hay que irse muy lejos para ver después mejor de cerca. Yo me he ido a la India y todavía no sé si he vuelto del todo o si he estado allí realmente pero sí sé (al menos) que algo que veía cada día (cada hora y media, aproximadamente) significa ahora otra cosa para mí. Veía antes a los tres macacos, estáticos en mi pantalla del teléfono junto a los otros emoticonos —esos símbolos que son el enfásis que le ponemos a las conversaciones en el siglo XXI: son el tono o son los gestos de este nuevo lenguaje sin cara a cara— que usaba para hacerme la loca o la sorprendida o la avergonzada o para provocar alguna sonrisa a mis amigos. Nunca les pregunté sus nombres. No me había preguntado tampoco por qué monos, por qué tres, por qué así.

Y entonces pasó que estaba paseando —qué sorpresa, de pronto en tierras indias— por el Sabarmati Ashram, en Ahmedabad, el lugar donde Mahatma Gandhi vivió cerca de doce años con su esposa Kasturba y con otros miembros de una comunidad que construía el camino de otra paz. Allí empezó (entre otras cosas), el 12 de marzo de 1930, la famosa Marcha de la Sal hacia la independencia, como protesta por uno de los injustos impuestos que la población india tenía que pagar a los británicos.

Entramos en aquel oasis hacia el mediodía, aplastados por el calor húmedo y en medio de un caos que antes de pisar Mumbai no podría haber imaginado. Se calló durante un rato el ruido de los cláxones de los coches, de las motos para tres (o para cuatro), de los rickshaws, de los carros de la fruta, de los motocarros, de los autobuses enrejados, de los camiones en dirección contraria, de los jeeps... Se amortiguó el ruido de todo un subcontinente con aforo completo. No había vacas dentro, o eso creo, porque para ese entonces ya me había acostumbrado a su presencia en cada esquina, a ese caminar lento que tienen allí las vacas en medio del tráfico, con el ritmo de quien ha olvidado alguna cosa al salir de casa pero no sabe bien qué. Había además un jardín y todo estaba limpio.

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Había algunas personas meditando, otras durmiendo tumbadas en suelo duro y otras, como nosotros, maravilladas, recordando los pasos de Gandhi en ese pequeño museo. Había unas casas bajas, al borde del río, donde él y los suyos se sentaban hace casi cien años a tejer o a pensar en cómo cambiar un país a través del ejemplo. Allí, en una vitrina, estaban sus sandalias de madera, sus gafas redondas vacías, sus huellas del hambre y estaban también, afuera, representados los tres monos del WhatsApp no viéndome (Mizaru), no hablándome (Iwazaru), no escuchándome (Kikazaru).

Descubrí después que a Gandhi le sirvieron en ese hacer sin hacer (se dice que es la única imagen que llevaba consigo como excepción a su afán de no poseer nada) y descubrí más tarde que los monos venían de lejos. Se les conoce como los «tres monos sabios» o «tres monos místicos» y ya aparecen (dice la Wikipedia) en una escultura de madera de Hidari Jingoro, en el santuario de Toshogu, construido en 1630 en Nikko, al norte de Tokio. Su significado exacto no se conoce y las teorías son más de tres (monos): una de las interpretaciones más extendidas es que llegaron a Japón procedentes de China a través de una leyenda budista y que se instalaron entre los seguidores del Koshin con el mensaje de no ver el mal, no oír el mal y no hablar el mal (en todas sus manifestaciones). Una filosofía que anima, parece, a ignorar los comentarios malignos, a no participar en ellos, a no buscar el odio (no querer ni verlo) y que sospecho parte del camino individual: yo creía que tenía que aprender a decir más veces «no» en esta vida tan presuntamente atareada que nos hemos inventado y resulta que (intuyo ahora) tengo que aprender a decir más «síes» (o eso creo que me susurraron los monos: tendré que esperar un tiempo todavía para descifrarlo). Pero no se trata de un sí cualquiera, de los de mover la cabeza de arriba abajo como hacemos aquí, en Occidente. Éste es un sí como el de India: ladeando ligeramente la cabeza, como si un pequeño muelle te llevara la oreja al hombro de ida y vuelta, y que al principio no sabes si quiere decir que hay billetes disponibles, que ya te vale con la pregunta, que no los encontrarás nunca, que eres una traviesa o que vaya usted a saber. Es un sí en todas sus versiones; un sí de esos que llevan incorporado un ojalá; un sí que ya no será el mismo de antes de ir tan lejos; un sí con gafas de cerca en el que los monos del WhatsApp tienen hasta nombre propio.

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