TW

Hace un mes dos hospitales de Boston (Estados Unidos) pusieron en marcha un interesante estudio para analizar el genoma de 240 niños recién nacidos. Si los padres consienten, el equipo médico extraerá una muestra de sangre y analizará la constitución genética de los niños. Tanto los padres como los pediatras recibirán un informe que analizará la presencia de 1.700 enfermedades infantiles de origen genético. Algunas de estas enfermedades actualmente tienen curación. Otras, en cambio, solo disponen de tratamiento médico que mitigue sus efectos. En el citado informe, no se facilita información sobre enfermedades graves de aparición tardía como, por ejemplo, el cáncer de mama. A primera vista, podríamos concluir que se trata de un estudio rutinario sobre enfermedades genéticas de los recién nacidos. Sin embargo, los investigadores se han propuesto un objetivo que va más allá: pretenden analizar cómo va a influir el hecho de tener dicha información desde el comienzo de su vida en aspectos tan variados como su salud, relaciones familiares, atención médica y desarrollo psicológico.

Noticias relacionadas

¿Estamos preparados para conocer nuestro futuro? ¿Queremos realmente tener toda la información disponible sobre las enfermedades que están escritas en nuestro código genético? ¿Cómo enfocaríamos nuestra vida si dispusiéramos de dicha información? ¿Podríamos volver a ser libres? La investigación desarrollada por los hospitales de Boston nos enfrenta a dilemas éticos de gran calado. En efecto, la medicina genómica constituye una auténtica revolución gracias a su triple capacidad para predecir, prevenir y personalizar el tratamiento más adecuado para el paciente. Gracias a los avances en esta materia, en un futuro no muy lejano los tratamientos médicos serán «un traje a medida» que persiga obtener el máximo beneficio terapéutico y minimizar el riesgo de una reacción adversa. Sin embargo, junto a estos beneficios indudables, también se presentan algunos inconvenientes. La capacidad de predecir que un sujeto contraerá una determinada enfermedad o, en su caso, de pronosticar que está predispuesto a contraerla, puede comportar un coste elevado en términos psicológicos y sociales. En efecto, nos podemos ver involucrados en una espiral de discriminaciones en varios ámbitos de la vida cotidiana -como, por ejemplo, a la hora de optar a un trabajo, de suscribir un seguro de vida o de iniciar una relación de pareja- basadas en la mayor probabilidad, que no certeza, de que un día podamos enfermar. Se impone, por tanto, la necesidad de protegernos frente a un mal uso de las informaciones genéticas que puede conducir a una limitación de los derechos fundamentales de la persona.

Sin embargo, los dilemas éticos asociados al conocimiento de nuestro genoma van más allá y plantean una interesante cuestión: ¿Y si optamos por no saber? ¿Qué ocurre con el derecho a la ignorancia? Algunos filósofos que han estudiado esta cuestión afirman que todo ser humano tiene derecho a encontrar su propio camino, a tener una identidad única y a ignorar su futuro vital que debe permanecer configurado como una opción abierta. En este sentido, el bioético Hans Jonas entiende que la ignorancia es la condición necesaria para que el ser humano pueda descubrir su yo y construir de manera libre y espontánea su personalidad. Es posible que el conocimiento de todo nuestro genoma -y, especialmente, de las enfermedades a las que estamos predispuestos- nos prive de vivir nuestra vida como una auténtica aventura y un genuino descubrimiento. El avance de la ciencia -al servicio de una sociedad que demanda unos niveles de bienestar cada vez más altos- no puede hacernos olvidar que nuestra libertad depende, en cierta medida, de la incertidumbre que nos acompaña por el camino. Y ésa es, precisamente, la razón de nuestra existencia pues –como dice Deepak Chopra- «en la incertidumbre encontraremos la libertad para crear cualquier cosa que deseemos».