La vida se parece a un partido de fútbol. Solo que en vez de durar noventa minutos tiene fecha de caducidad: ochenta años. No me negarán que se masca incluso la aparición del cuarto árbitro con un tablón anunciando la prórroga: ¡cuatro años más!, para a los ochenta y cuatro partir irremediablemente hacia el otro mundo. Además si se tira del hilo descubrimos que no siempre se finaliza el encuentro. Esta misma noche, por ejemplo, el juez universal le puede mostrar a usted la tarjeta roja, aunque no haya cumplido los veinte. La peculiaridad se centra en que la prolongación del partido va cambiando según el espacio y el tiempo. Antaño duraban sólo setenta años, y antaño de antaño, sesenta, y así sucesivamente en un retroceso proporcional, escalonado. Depende también del país donde toque en suerte vivir. De hecho en algunos países del planeta están aún en los tiempos remotos donde los partidos finalizaban a los treinta años. Pero, prosiguiendo con los tiempos modernos, dulces y científicos que atravesamos en occidente, en la actualidad se muestran hasta siete tarjetas amarillas -lo cual nos equipara a los gatos, poseedores según dicen de siete vidas-, cuando antes no existía más que la tarjeta roja, ya que a la primera enfermedad uno la palmaba, y por lo tanto no había necesidad de la amarilla.
De aquí y de allá
El partido de la vida
07/07/15 0:00
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