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Acostumbro a recorrer Maó en bicicleta, quizás por simpatía con mis raíces de Ciutadella. Por las mañanas, todavía veo a mujeres limpiando la acera pública delante de su casa privada.

Puede que sea un acto provocador. Si todo el mundo lo hiciera, la ciudad mejoraría su aspecto, pero no sería tan necesaria la brigada de limpieza viaria y se incrementaría el paro. Además, si uno lo hace y el vecino no, se puede deteriorar la relación de la comunidad. Si se trata de un bloque de pisos, habría que establecer turnos y si uno incumple, ya la hemos liado. Incluso, si quieres pasar por la acera y una señora la está limpiando, parece causarte una cierta molestia. En lugar de felicitarla, la miramos de reojo.

Sin duda es más fácil no limpiar la acera y dejar que sea la brigada la que lo haga. Si no está reluciente a primera hora de la mañana siempre podremos quejarnos del Ayuntamiento. Exigiendo nuestros derechos, claro. Por eso pagamos impuestos.

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Los voluntarios de la limpieza de la acera de todos es una especie en peligro de extinción. Nadie la protege y seguro que va a desaparecer.

Para mi son una metáfora de quienes se resisten a delegar todo en los representantes políticos, a cambio de contribuir con los impuestos y de mantener el derecho a la queja. Eso se nota en casi todo. En el turismo, por ejemplo. Cuántos hay que se quejan de lo mal que va la temporada contemplando su negocio y no dedican un momento a pensar cómo mejorar el conjunto de su zona turística.

Hoy vamos a votar. Es nuestro derecho. Y pondremos en manos de los políticos la gestión de nuestro dinero durante cuatro años. Ahí no debería terminar la digestión de la democracia. El voto es el principio. La tapa. Después hay que participar, porque vale la pena ayudar a mantener la acera limpia. A no ser que sigamos pensando que lo que es de todos no es de nadie.