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Fue un invierno muy frío. Todavía éramos niños de ocho y nueve años. Los jueves nos llevaban de «paseo»: íbamos con un cura salesiano a dar una vuelta, a pie o en bicicleta, por los alrededores de la ciudad. En Menorca nieva pocas veces. Solo recuerdo haber visto nieve en abundancia -relativa-aquella vez. Mi tío hizo una bolita y empezó a arrastrarla por el terrado. La bolita creció mucho, creció tanto que yo no podía abarcarla con los brazos y me llegaba hasta el cuello. No creí que pudiera aumentar tanto de tamaño. Desde entonces miraba divertido los tebeos en los que un esquiador formaba una bola parecida y pronto quedaba prisionero, rodando pendiente abajo, todo piernas, brazos y esquíes. En el patio de los padres salesianos los sacerdotes jugaban con la sotana arremangada. Corrían, perseguían a los chicos, y se tiraban bolas de nieve, y reían. A través de la ventana veía a los niños a la salida del colegio: abrían la boca y tragaban copos de nieve. El campo aparecía completamente blanco, y si pisabas el manto de nieve impoluta la huella quedaba marcada como sobre la arena húmeda de la playa. Me habría gustado hacer un muñeco con nariz de zanahoria, escoba, bufanda y ojos de culo de botella; creo que incluso hicimos uno, pero era muy pequeño y se fundió pronto. Pronto el sol derritió toda aquella delicia, toda aquella maravilla de la nieve.

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Por navidades hacíamos un belén en el colegio, y diría que las figuras de los pastores eran tan altas como nosotros, aunque a lo mejor eran mucho más pequeñas. Arreglábamos una sala donde normalmente había un piano y muchos trastos; improvisábamos mesas con pizarras viejas y tarimas; los chicos íbamos a buscar tierra, ramas de matorrales y corteza de árboles; figurábamos un pueblo con cuestas y cabañas, con un río de agua verdadera y una cueva donde nacía el Redentor. Pastores cargados de obsequios se dirigían hacia la cueva, sin moverse lo más mínimo, y en las casitas había luz y fiesta, bajo el cielo de estrellas de plata, bajo el cielo anochecido, de un azul muy oscuro. Los habitantes de aquel pueblo éramos nosotros mismos, y lo seríamos también en Semana Santa, cuando gritáramos que crucificasen a Cristo, vestidos de judíos sobre el escenario, deslumbrados por los focos, en el espectáculo de la Pasión. Pero entonces la Pasión quedaba lejos todavía, entonces todo era blanco, nada era negro, y apetecía contar historias al calor del hogar. A lo mejor otro día os termino de contar esta historia.