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Les hablas a tus alumnos de la Generación del 98 (¿para cuándo la del 15?). E inicias la charla explicándoles el concepto de generación, término que no tienen muy claro. A modo de ilustración, les hablas de la tuya y, de pronto, abren los ojos, abandonan la abulia de clase en mañana recién estrenada y atienden a lo que les dices. Porque les suena a irreal… Les resulta difícil concebir que, tras dieciocho años, la sombra de una guerra civil aún cubriera los cuerpos y las almas de tus vecinos. Naciste en 1957. Las sombras de las locuras siempre son así: perennes. Esa, aunque diluida, pervive incluso hoy entre vosotros. Y alucinan cuando les describes el teléfono negro colgado de la pared; las dificultades para poder estar a solas con la chica de tus ojos; las penurias económicas; las ausencias de agua corriente, nevera y televisor; las tiendas de comestibles en las que se fiaba; las puertas jamás cerradas; las calles únicamente alteradas, no por automóviles impensables, pero sí por los gritos de unos niños metidos a futbolistas o por los cantos de mujeres que, tendiendo la ropa, alejaban fantasmas de su pasado, de su presente y de su futuro; la música clásica y el mundo teñido de morado en Semana Santa…

«Sé lo conté a mi abuelo» -te comenta Pau al día siguiente, tras dejar aparcada su natural incredulidad-. «Y me aseguró que lo que nos dijo era cierto» -continúa boquiabierto-. Y, sin demostrárselo, te ríes por lo del abuelo, porque, probablemente, es así como te ven. «¿Cómo se podía vivir así, sin Facebook, sin whatsapp, sin…?» -añade Claudia, muda ante lo que no sabe asimilar-. Y tú le respondes que sí se podía…

- ¿Fuiste feliz? -te preguntas-.

- Sí -te contestas-.

Puede que la nostalgia cubra de miel los recuerdos, obviando lo malo y potenciando lo bueno. Puede que perviva el deseo que a todos os asalta, de pronto, de retornar a la infancia o que te hayas dejado cautivar por esa creencia falsa -ya denunciada por Manrique- según la cual a vuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero, al objetivarlo, te percatas de que hubo mucho de negativo, pero, igual y paralelamente, mucho de positivo. Y dentro de ese viejo cajón de bondades meterías el amor recibido por parte de tus padres y las charlas con ellos mantenidas, día a día; la inexplicable alegría que anidaba o intentaba anidar en hogares incluso rotos; las calles de peonzas, canicas e imposibles porterías; la solidaridad de los vecinos para con aquellos que habían caído en desgracia; las estrecheces que te permitían valorar, en su debida medida, lo que se mudaba en puntual y extraordinario: el pavo navideño, el juguete anhelado; los vecinos reconocibles y reconocidos y un mundo envolvente, el de la barriada, en la que nada del otro os era ajeno…

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- ¿Y…?

- No, no pretendo, ni pretendería jamás que el modelo a seguir fuera aquel. Ni que el pasado tenga que ser el futuro de nadie. Como tampoco quisiera que lo fuera el presente. Simplemente explicitas que el edén no es exclusivamente lo que conforma vuestro hoy, sino la suma armónica de lo que fue y es, de lo que no debimos perder y de lo que hemos de conservar del siglo, recién apuntalado, en el que nos movemos. Una simbiosis, en definitiva, que abomine de las añoranzas estériles tanto como de la ausencia de crítica para con la que está cayendo.

- ¿Y?

- Un mundo en el que los chavales combinen canicas con internet y whatsapps con charlas diarias con sus padres… En el que existan comodidades, pero no excesos; libertad con valores; amor sin «cosificación» de la mujer; palabra por encima de contratos notariales; niños que no pierdan amigos por el hecho de no tener un Iphone; solidaridad más que egocentrismo; tolerancia, antes que visceralidad… Y que la sombra de esa guerra casi ya centenaria se desvanezca, porque ya toca…

- ¿En definitiva?

- Lo dijiste hace ya tiempo: que vuestros hijos tengan lo que no tuvisteis, pero también lo que sí tuvisteis…