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Y si digo que era el mejor de los tiempos. Y si digo que era el peor de los tiempos. Y si digo que era la ciudad de las luces y la ciudad de las sombras. Y si con esto ya tengo el principio de un artículo. Principio al que debo añadir un perdón a Dickens porque esto no es su novela «Historia de dos ciudades» y no voy a hablar de Londres ni de París.
Y si les digo todo esto es porque a mi amigo Paco se le ocurrió tomando una cerveza en el barrio de Belén. Y mi amigo Gonzalo añadió que cuando los enamorados salieron del hotel, el elevador de Santa Justa, aún en obras y con andamios, les pareció lo más bello del mundo.

Si les dijera todo esto, queridos lectores, y les hablara de bacalao, de sardinas, de tranvías, de vinho verde y de Fernando Pessoa, este artículo parecería un intento burdo por elaborar una guía poética de un viaje por Lisboa.
Una guía que les dijera que en el barrio de la Alfama, cerca del Castillo de San Jorge, hace quince años, olía a sardinas y a ropa tendida, y ahora, huele a tiendas de suvenir y cartas de menús en cinco idiomas. Y alguien le podría reprochar a Portugal y a su capital, Lisboa, que ya no son lo que eran. Que el tiempo, en cierta manera, las ha prostituido, o como dicen ahora los economistas, se han globalizado.

Pero si dijera todo esto, viniendo de Menorca, cometería una gran injusticia con el país de los fados. Porque el tiempo mejora algunas cosas y empeora hasta el aburrimiento otras. Qué diría un turista que nos hubiera visitado este verano, después de quince años sin aparecer por la Isla.

Porque si la Alfama olía a sardinas, ¿a qué olía Menorca?, ¿y a qué huele ahora? Algunos dirán que a sol, a playa, a pared seca, a turismo, a taulas y a Mediterráneo. Otros dirán que huele a queso, a navetas, a gin y a sobrasada.
Seguro que huele a todo eso y a tramontana, a humedad, a pastissets, a caballos, a puerto, a cueva, a refugio, a jaleo, a pomada, y, para que nadie se me enfade, también a gin amb llimonada. Y otros la quieren hacer Talayótica para que siga siendo historia.

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Y el aroma de caldereta de langosta, el buceo, la Reserva de la Biosfera, los caixers, y Monte Toro. La arcilla, la pizarra, la ópera, las habaneras, el jazz, el rock, el atardecer. Menorca huele a todos los menorquines, los de siempre y los que vinieron de fuera para quedarse.

Y el tiempo todo lo va moldeando, todo lo va cambiando, todo lo va desgastando. Y si hace años alguien se enamoró de la playa de Cavallería quizás ahora suelte alguna lagrimita cuando vea las macro-rotondas que como cicatrices de cemento cuartean la isla. Seguro que se nos verá mejor desde el satélite del Google Earth, pero la herida ya será para siempre.

La isla, que será de la fibra óptica, es también la de la aislamiento invernal por ese negocio enrevesado que se traen entre manos las compañías aéreas y que nos condena a vivir abiertos al mundo durante apenas unos meses.
Se equivoca el que piense que añoro la vida en las cuevas. Escribo este artículo desde la tablet de un amigo y volará por la Red, en ceros y unos, para estar con ustedes antes de que yo cierre la puerta de la habitación desde la que les escribo.

No hablo de parar el futuro, hablo de mimar el presente, porque por más que algunos se empeñen en pintar de colores algunos temas, la verdad no pinta bien, nada bien. Aún con todo, añoro Menorca, y desearía que todo el mundo pudiera, con una sonrisa, darse un paseo a orillas del Tajo, por la capital lusa.

conderechoareplicamenorca@gmail.com