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No me acuerdo de mi bautismo, no creo que nadie se acuerde, pero ésa debió de ser mi primera ceremonia, si no es que el nacer es también una dolorosa celebración. Los bautismos de los años cuarenta eran envarados, como las sombrías iglesias donde se realizaban, sujetos a una disciplina litúrgica en la que uno ni siquiera debía reírse cuando el niño lloraba o daba unas cabezaditas inquietas, interrumpido su sueño por el agua ritual. El bautizado venía envuelto en chales, tules y gasas, como si fuera una novia. Después del bautizo los chiquillos recibían una cucharada de confites de almendra, acompañados por un macarró, que es una golosina con forma de estrella de puntas redondas, hecha con azúcar concentrado cocido con líquidos aromáticos que en castellano se llama suspiro. Acaso les daban también una copita de vino dulce que les producía un intenso hormigueo y hacía que el mundo se tambaleara bajo sus pies. El vino dulce se reservaba para los niños, para las mujeres y para los monaguillos que aprendían a sisarlo de las vinateras con que servían la misa.

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Durante años asistí a misa todos los días. Por medio de ese sacrificio incruento se rememora la cruel muerte de Jesucristo en la cruz y se transustancia el vino en la sangre del Salvador. Recuerdo las beatas viejas --y no tan viejas-, enlutadas, tocadas con mantellina, que comulgaban, devotas, y oraban con las manos juntas, de dedos largos, y los rostros amarillentos, como si todas ellas fueran de cera.

Cuando moría un familiar me despertaban de madrugada, interrumpían mi sueño infantil para calzarme zapatos y calcetines negros sobre las piernas blancas, y vestirme con jersey oscuro y pantalón corto para ir a dar el último adiós al muerto y rezar una oración por el eterno descanso de su alma. Luego el ataúd se me antojaba muy largo y reluciente, como charolado, y el aroma de las flores, de las hojas verdes de las coronas, el incienso que llenaba la iglesia, el agua de rosas con que se rociaba el féretro en la última bendición parecía que tenían el perfume idóneo para la ceremonia de la muerte. Por no hablar del aspecto siniestro de la fosa negra, húmeda, que se tragaba el ataúd, la sepultura lúgubre, el no ser en vida, reposar, no poder salir, no volver a moverse, el descomponerse en un nicho emparedado que sería también nuestro triste final. Pero antes había que rendir culto a los muertos cada primero de noviembre, no se nos fuera a olvidar la ceremonia de la vida y de la muerte.