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Un partido se presenta a las elecciones con un programa. Le votan y obtiene votos suficientes para gobernar, a veces en minoría. Unos creen que ese programa es un contrato vinculante, con el compromiso de llevarlo a cabo, hasta el último detalle. Sin embargo, cuántos de quienes les han votado conocen el programa. Seguro que muy pocos. La ignorancia no exime del cumplimiento de la ley. Además algunos pueden compartir unas ideas del programa y estar en contra de otras. El votante ignorante parece tener mayor valor que el abstencionista informado. Algunos partidos gobernantes llegan a pensar que cuando existe una oposición fuerte a una acción prevista en su programa, con el que ganaron las elecciones, se está intentado pervertir la voluntad popular.

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Es un argumento usado a menudo por las opciones conservadoras para deslegitimar las movilizaciones que se promueven desde la izquierda. Se sienten víctimas de la protesta, pero no son capaces de generar la movilización inversa. Es una interpretación exagerada. Todos los votos tienen el mismo valor. Tanto el del doctor en economía, como el del toxicómano esquizofrénico, tanto el de quien sale a la calle para manifestarse en contra de lo que sea, por su compromiso social, como el que se pasa horas en el sofá, comiendo pizza y viendo «Sálvame». Sin embargo, la democracia, por suerte, no se reduce a depositar un voto cada cuatro años. Ni creo que ese sea el acto supremo de los valores democráticos. Mucho más importante es la participación. Quienes gobiernan no deberían sentirse atados por un programa, más allá de una lógica basada en la capacidad de cambiar una promesa verde por una acción madura. Lo ha hecho Luis Alejandre al desistir del desdoblamiento y optar por una obra que mejora la seguridad y la calidad de la principal vía de comunicación de la Isla. Claro que aun así genera protestas. Y claro que incumple el programa. Sin embargo, es la opción elegida por un equipo de gobierno que debe ser consecuente con sus decisiones y no pasarse el día mirando a los lados.