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Por la vida circulan seres de carne y hueso. Y no actores con el guión aprendido. Por eso os duele no encontrar, y a diferencia de éstos, en el momento adecuado, la frase igualmente adecuada. La que es poética, pero sobre todo contundente. Os hiere, frecuentemente vuestra minusvalía dialéctica. Sin embargo, existen ocasiones en las que alguien sí sabe qué decir. Y las agallas para hacerlo.

Sucedió. Si hubiera sido una película hablarías ahora de interior día, de un supermercado (obviaremos cuál) y de una indecente. La misma que, al mirar una caja de cartón en la que se podían depositar productos destinados a Caritas, pronunció una larga serie de improperios: los destinatarios de la campaña eran cuatro vagos a los que ella «les pondría las pilas» e «inmigrantes que nos roban el empleo a nuestros hijos». Al verla -a ella y a su exhibida opulencia- pensaste que, probablemente, nadie le estaría robando a sus hijos. Como pensaste también que, tal vez, el ladrón fuera otro y muy cercano a la oradora... «Detrás de cada fortuna existe siempre un crimen» –escribió Balzac-. Los que aguardabais en la cola enmudecisteis ante esa señora, hasta que, de pronto, como movida por un resorte, una anciana débil, únicamente en lo físico, le espetó: «Hay quien no tiene comida. Pero hay quien no tiene sentimientos». En ese momento el día tuvo mucho de cinematográfico y la tenue ovación que se produjo fue aclamación. A la salida, la anciana depositó en la caja con la que se intentaba poner parches al genocidio vuestro de cada día, una botella de aceite. La señora no dejó ni su silencio…

El artículo –lo sabes- ganaría en interés si hicieras explícita la identidad de esa señora. Y aumentaría si uno recurriera a las hemerotecas y reprodujera ciertas afirmaciones suyas antirracistas… O si dijeras –o le dijeras-, ahora ya con la premeditación que hacen posible los guiones, que hay gente de derechas que vive como de izquierdas y mucha gente de izquierdas que vive como de derechas. La coherencia –o la falta de ella- tiene, igualmente, aromas de celuloide. Por eso, repetidamente, cualquier parecido entre lo que se hace y se dice es pura coincidencia.

- ¿Por qué no os regaló, por lo menos, su silencio? –te preguntas-.

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Y no sabes qué contestarte…

Por eso, ante la hipocresía desmelenada; ante la soberbia de tantos; ante la insensibilidad de quienes rigen vuestros destinos; ante los programas pensados ya como engaños; ante la corrupción de grandes y pequeños; ante la incapacidad de reacción; ante tanta derecha radical y tanta izquierda de diseño; ante esa macedonia de iniquidades en la que todos han decidido ser ciegos y mudos por conveniencia; ante todo eso, sólo rogarías el regalo del silencio…

Ya en tu casa, un hombre de bien, en el otro lado de la cama ideológica, de derechas y honesto vomitaba igualmente su racismo en una de esas orgías del odio denominadas actualmente debates.

Comentaba una imagen en la que una madre sostenía a un hijo con ascitis entre sus brazos, en una patera. Resultaba difícil contemplar aquella fotografía… Muy difícil. Y el cámara, ¡natural!, la iteraba, mientras ese hombre de bien, sí, henchido de rabia, se preguntaba qué clase de madre era la que arriesgaba la vida de su hijo en una travesía así. Asqueado, pensaste en la anciana del supermercado. Probablemente le hubiera contestado que nadie se juega la vida por gusto (salvo muchos pijos de la opulencia en los deportes de riesgo). La anciana posiblemente habría añadido que a esa madre que sostenía a su hijo en la patera, no le había quedado otra: escoger entre quedarse en su país o partir en busca de un mundo mejor. O lo que es lo mismo: escoger entre una muerte segura y una muerte probable…

Finalmente, conviviendo a duras penas con tu condición humana, te preguntaste por qué ese hombre de bien no os había regalado, por lo menos, y al igual que la señora, la gratuita limosna de su silencio…