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Tengo el recuerdo claro de cuando era niña, en mis vacaciones de verano, tumbada a la fresca en el patio de la casa familiar en una zona rural, contemplando de noche las estrellas. Mi padre intentaba descifrarme el cielo, que allí era negro, oscuro, profundo, y a la vez que impresionante, era también un lugar en el que perderse en ensoñaciones, pensando en qué habría más allá. El Carro, la Estrella Polar... miles de puntos luminosos en el firmamento, algunos que parecían fijos otros en suave movimiento, con los que había que pedir un deseo, siempre secreto para que se cumpliera.

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Viniendo de una ciudad, con cielos nubosos que se encapotaban aún más por efecto de la contaminación, y con una noche que el efecto de las luces artificiales y los altos hornos industriales tornaba de color más bien rojizo, el poder contemplar ese firmamento plagado de estrellas era sencillamente fantástico, un espectáculo natural y gratuito del que también puedo gozar aquí, cada vez que dirijo mi mirada al cielo en una noche cerrada y despejada. Hace unos años acudí además a una de esas jornadas de observación astronómica que se organizan en La Mola y aunque los cuerpos celestes sigan siendo para mí un misterio, disfruté.

Ahora he sabido que hay un movimiento que quiere conservar ese patrimonio, colectivos no solo de ecologistas sino también de astrónomos, y creo que es una buena iniciativa. Que la noche siga siendo noche, y eso no significa que volvamos a tener que usar velas o que renunciemos a la seguridad en carreteras o que dejemos de embellecer con iluminación nuestro patrimonio. Se trata, como en todo, de hallar un equilibrio, de alumbrar de forma racional. Puede que algunas de esas estrellas cuya luz nos llega ahora hayan muerto hace miles de años, pero yo las quiero seguir viendo.