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Que por mayo era, por mayo» dice el romance del prisionero «cuando hace la calor, / cuando los trigos encañan / y están los campos en flor…». No sé si en tiempos nos sentíamos prisioneros cuando llegaba mayo, encerrados entre las cuatro paredes de una clase vieja; pero sé que había prisiones peores, no tan solo las cárceles, sino incluso las fábricas, las minas, las enfermedades, el infortunio… A media tarde cantábamos el «Magníficat»: «Magnifica al Señor el alma mía… porque ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava». El «Magníficat» es un canto y también una oración católica tomada del evangelio de San Lucas en el que María, madre de Jesús, se dirige a Dios en ocasión de su visita a su prima Isabel, madre de San Juan Bautista. Las nuestras eran vocecitas atipladas, casi como de angelitos, y hasta los vitrales de colores se estremecían con el mensaje de inocencia que desprendían. Cuando callábamos un alumno endomingado salía al altar, con un ramo de flores, y recitaba un poema a la Virgen, mientras su madre dejaba escapar una lagrimita en los bancos de atrás. «Venid y vamos todos con flores a porfía, / con flores a María, que madre nuestra es…».

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La tarde languidecía. Los cafés se llenaban de parroquianos y las cafeteras vertían negro café en vasitos de cristal. Los terrones de azúcar tenían un envoltorio con un panal dibujado encima. Se oía el entrechoque de las fichas de dominó sobre el mármol de las mesas y se callaba, aunque se sabía, que entre el humo del altillo se apostaba fuerte en el juego del póquer, que si tenías buena relación con el barman podías comprar Chesterfield, o Camel, porque una barca cargada de contrabando había encallado en una playa del sur cuando intentaba refugiarse del temporal y los guardias civiles hacían la vista gorda porque sabían que el alijo pertenecía a cierto magnate tan avispado como influyente cuyo nombre solo se susurraba al oído. Algún ciudadano, poco dado a oraciones y meses de María, buscaba el calor de una malcasada cargada de hijos. Un carro destartalado, tirado por un rocín hambriento, desfilaba por la plazoleta camino del callejón en que se hallaba el domicilio de su dueño, donde el animalito comería un saco de mondaduras de patata, atado a una argolla. Su dueño, de andar cachazudo, con un caliqueño eternamente prendido en la boca, se sentaba a la mesa del comedor, a solas con la imagen de la Virgen sobre el armario, a comer la sopa Prisa de la cena dando gracias a Dios por el pan de cada día.