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No te refieres a los buenos políticos. Pocos. Solo a los malos, legión. Los primeros tienen fecha de caducidad. Los segundos, no. Poseen éstos algo de equilibristas. Cuando pierden el escaño o la conselleria, el amo del circo siempre les encuentra nueva ocupación, independientemente de que sirvan o no para ella. Así, saltan de responsabilidad en responsabilidad. Pasan de lanzadores de cuchillos a magos con chistera (hacer desaparecer o aparecer cosas se les da especialmente bien); de hombres cañón a mujeres barbudas y de domadores de fieras a sumisos perritos para con quien dirige el cotarro. Y, de manera inmutable, ejercen de payasos. Rara vez, sin embargo, producen una sonrisa. Hubo quien hizo, de eso, profesión. Entró de jovencito en el partido, en el cotarro, diciendo sí o no a conveniencia y se especializó en genuflexiones varias. Se acomodó luego a cualquier tarea, a pesar de que su impericia provocara, en ocasiones, la muerte del trapecista. Medró. Y, bajo las lonas, consumió su vida. Cuando se les pregunta, no obstante, por su oficio, se quedan mudos, de repente, con ojos perdidos en el infinito y boca abierta. Y se inquieren: «¿Qué es realmente lo que he hecho yo de mi existencia?». Los políticos —los malos, que son legión- tienen algo de teatral. Reciben aplausos restringidos, los de sus acólitos, efectúan discursos de huecas palabras, modifican los programas de mano, mienten -pero no como los actores-, te exhortan desde una soberbia que creen escenario y, en sus funciones eternas, se auto-complacen sabiéndose cabeza de cartel o, cuando menos, telonero relevante. Pero ellos no son Santi Millán, ni su magnífico compañero, Javi Sancho. Santi ofrece lo que promete: humor. Ese humor del que estáis tan hambrientos.

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Sube al escenario solo, sin inútiles asesores de imágenes. Apenas con el socorro de un maquillador y un operario de luces. ¿Su legitimidad? La que emana de la taquilla (¿quién pagaría por votar?). Sus monólogos se distancian de sermones electorales. Y aunque hay imaginación, carecen de engaño y de mentira. Santi, el viernes, ante un «Principal» que, no por lleno, se asemejaba a convención alguna, esgrimió un humor respetuoso. Obvió el chiste fácil, el de los cómicos mediocres al uso. Tampoco hubo sarcasmos hirientes. No hizo escarnio de la ideología, ni de la religión, ni de las tendencias sexuales, tal vez porque su bello oficio iba dirigido a gentes de diversas creencias y sensibilidades. ¿Para cuándo una España así? A lo sumo a lo que osó fue a meterse con un calvo. Pero lo hizo con ternura y, por ende, le regaló una peluca. Os hizo la vida más amable. Y recibió la mejor mayoría absoluta: la del aplauso merecido. No os prometió el Edén. No os robó. No dejó de daros lo que esperabais. No despilfarró con su minimalismo escénico. No ultrajó las palabras. No se hizo ajeno al público. No dejó de bajarse del escenario para mezclarse con las gentes que, a fin de cuentas, sostenían el espectáculo. No pecó de orgulloso. No dejó de daros frutos. No defraudó.

Los malos políticos no son, efectivamente, Santi Millán. Los buenos, los que se parecen a él e intentan cumplir con lo que prometen, los que no roban, los que se empecinan en daros lo que de ellos esperabais, los que administran lo ajeno con seriedad, los que respetan al adversario, los que no ultrajan ni palabras ni sentimientos, los que bajan de sus púlpitos laicos, los que se diluyen con los problemas de la gente de la calle, los que hacen de la modestia sincera actitud cívica, los que dan fruto, los que, en definitiva, no defraudarían, son expulsados siempre de los partidos, del escenario… Nunca ocuparán un cartel electoral. Ni siquiera de teloneros. Por eso, vuestros teatros, esos otros, son tan tristes y no hay colas en sus taquillas. Ni risas. Únicamente creciente desencanto. Y el público se queda en casa. Los políticos, los malos políticos, efectivamente, no son Santi Millán.