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Los malvados de siempre han muerto. Pero no a manos de héroes. Los héroes también han muerto. Ya no hay distinción entre unos y otros. En el velatorio, se llora igualmente por los valores y antivalores éticos que representaron. Sus luchas fueron, antaño, netas. Los oponentes se conocían. Eran lides de titanes de fuerzas similares. Y los lindes estaban claros. El juego limpio presidia sus pugnas. Los antifaces sobraban. Y cuando se daba el último golpe, los contendientes se miraban, cara a cara y uno de los dos —en ocasiones ambos- moría con dignidad… Pero fue ayer. Hoy un jubilado y un director de banca acudieron al campo de batalla. Únicamente uno de ellos lo sabía. No hubo espadas. A lo sumo, un bolígrafo prestado con el que firmar, sin saberlo, la derrota. El viejo salió de la sucursal con su herida, que todavía no sangraba. Pero el golpe era mortal. El banquero, con traje y corbata. El pensionista, con esas zapatillas que le regaló su hijo, al que lleva meses sin ver. Sherlock supo permanentemente quién era Moriarty. El hombre de las zapatillas, no. Creyó que su adversario era amigo. Se equivocó. Un día lo supo, cuando le hablaron de preferentes. Nadie, sin embargo, está preso en la Torre de Londres…

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El obrero desconoce igualmente al patrón y viceversa. Antes era distinto. Como en los tableros de ajedrez, los adversarios eran reconocibles. Un cuarentón se ha mudado en parado tras un E.R.E. insospechado. Pulula por la empresa, como pulularía un peón caído en busca de su verdugo. Hasta que, exhausto, se da cuenta de que incluso el rey y la reina y la torre son también peones en manos de alguien que, por distante, es irreconocible. El cuarentón se siente indefenso. Le hablan de multinacionales, de… ¿A quién devolver el golpe? Desconcertado, con nuevas reglas que ignora, deambula luego por una calle, destrozando papeleras y lanzando, a quien quiera recibirla, su estéril queja.

Batman no sale por las noches. No sabe, a ciencia cierta, a quién apuntar. Los malvados son ya otros. Ni tan siquiera pretenden ocultar por Gotham sus fechorías. El mal, su mal, es exhibido, justificado y, finalmente, imitado. No importa gestionar lo que se desconoce, amedrentar al díscolo, pisar al oponente no con la fuerza de la razón, pero sí con la razón de la fuerza, sonreír cínicamente ante la crítica unánime, devastadora y, desde el más profundo de los desconocimientos, pontificar, incluso, sobre lenguas inexistentes y esencias dialectales. Batman ya no sale, no, por las noches…

Hasta las prostitutas son ajenas. No aguardan a sus clientes bajo farolas mudadas en tópicos literarios, ni balancean diminutos bolsos viejos. Hoy son asexuadas y esperan en despachos de tupidas moquetas. No es sexo lo que venden. Se vende el alma vendida. Y se aprende a acallar la conciencia que, por desuso, acaba no teniéndose. Se mienten. Se repiten cifras para anular nombres y rostros. Maquiavelo, por comparación, se muda en Papá Noel. El fin justificaba los medios. Los medios, ahora, no requieren de un fin, solo de un balance satisfactorio de resultados…
Y, en el enorme orfanato del mundo, los desheredados contemplan como un uno por ciento de la población acapara el cincuenta por ciento de la riqueza; que el trabajo bien hecho no cuenta para mantener un puesto de trabajo; que no se recompensa la honradez; que la bondad se interpreta como gilipollez; que no se valora aquello que no pueda dar un fruto meramente economicista, medible, negociable; que, efectivamente, nadie conoce ya a nadie. Y se patalea lo que se encuentra, porque no se encuentra a quien patalear. Es el último y único derecho todavía no sajado. Mientras, desempleados, jóvenes, padres, madres, educadores, trabajadores, abuelos deambulan por las salas del hospicio, recibiendo golpes sin autoría y buscando a esos héroes de antaño a los que alguien (¿quién/es?) les dio también, un día, su finiquito…