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Que los menorquines somos muy nuestros no hay científico capaz de cuestionarlo. Que las patatas sembradas y cosechadas en tierra menorquina no tienen comparación posible con las del resto del mundo -incluida Sa Pobla- es una verdad absoluta. Y si hablamos de «esclata-sangs», ni te cuento. Por eso a veces nos cuesta comprender que gente de fuera no sea capaz de comprendernos, o de querenos como consideramos que nos merecemos. Es una de las injusticias, la incomprensión externa, que no encuentra tribunal ante el que presentar una demanda.

Albert Camus, por ejemplo. Tenía una «mitja cama» menorquina, pero él ya no la sentía con tal identidad. No había tanta diferencia con la otra y al final las dos le servían para encamniarse a cualquier dirección que le apeteciera ir, menos a Menorca donde nunca estuvo. Siempre habrá quien piense que ese gran escritor nunca podría sentirse extranjero en una tierra tan hermosa como ésta, tan llena de buena gente.

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Me preocupa poco lo de Camus, sobre todo porque lo que pensara y sientiera no puede ser modificado. Me interesa más el comentario de alguien que ha demostrado sentirse identificado con Menorca y que ha puesto en práctica su afecto por el territorio y que últimamente repite: «Cada día me siento más extranjero en mi Isla».

Creo que es la conclusión a la que se llega cuando uno pone todas sus capacidades para ayudar a mejorar una situación -económica, social, cultural- y la respuesta es la crítica, la oposición, el desencanto. Uno puede optar por tomarse las cosas con carácter político-deportivo («todo llega y todo pasa») y así el ambiente no llega a transformar los sentimientos hacia lo común.

Pero si alguién que decide servir a la sociedad se lo toma muy en serio se convierte en candidato a emigrar de su Isla sin billete de salida.