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Aunque las cuatro muertes violentas (y sus inexplicables cuatro causas) parecían no guardar relación, la había… Otra cosa es que nadie la hubiera buscado y, consecuentemente, hallado. La primera acaeció durante una mañana primaveral, en Huesca…

Don Agapito Cifuentes llegó a la terminal, emocionado. ¡Por fin Huesca contaba con un aeropuerto! ¡Desde hacía seis meses! Un aeropuerto que le había costado a las arcas públicas la nada despreciable suma de ciento cincuenta millones de euros. Poco le importaba a don Agapito la cantidad de marras o que, en esos seis meses, sólo hubieran hecho uso de él exactamente 21 viajeros o que los trabajadores del nuevo servicio público fueran quince, registrándose, así, casi, casi, un empate entre trabajadores y usuarios… ¡Era magnífico! –se dijo para sus adentros-. Tras recorrer cuatro kilómetros (la cinta transportadora no funcionaba) logró acceder a la ventanilla de facturación. Una señorita procedió con el trámite tras advertirle que su vuelo tendría un retraso de dos horas. "¡Pero si es el único programado para el día de hoy!" –exclamó don Agapito-. La señorita de facturación le informó de que, efectivamente, el suyo era el único vuelo programado, pero que de los quince empleados únicamente quedaban en acto de servicio seis, ya que dos se habían mudado en liberados sindicales, tres gozaban de baja laboral, una azafata tenía un permiso de maternidad y un trabajador de tierra padecía "estrés" ante las idas y venidas de los viajeros ("¡Fíjese usted –le espetó la gentil "facturadora"- 21 en seis meses!"). Don Agapito, ya un tanto mosqueado, contó con sus dedos, echando cuentas, para inquirir finalmente: "¿Y los dos que faltan?". La azafata de tierra, molesta, le vomitó: "Uno está promocionando la ciudad (y nuestro aeropuerto) en Lepe y el otro es pariente de…". Se detuvo. Don Agapito comprendió. "Es una verdadera lástima –añadió la gentil empleada mientras masticaba con fruición un chicle-. Si usted hubiera tardado tres meses más en venir a lo mejor se habría convertido en el viajero número veinticinco y entonces, probablemente, habría salido en "La Noria" o en el canal de noticias de "La 1". Tras ese augurio, don Agapito optó por sentarse en una cómoda butaca y esperar la salida de su vuelo, no sin antes dejar su sombrero de pana marrón debidamente colocado a su lado…

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El director se paseaba plácidamente por la pista siete. Tras el "E.R.E", él y la señorita de recursos humanos (una psicóloga entradita ya en años) habían sido los únicos supervivientes. El aeropuerto de Ciudad Real (con un coste de mil cien millones de euros) se había cerrado, definitivamente, por falta de clientela, lo que había conllevado el despido de 74 trabajadores. Don Máximo Borrego –el director- dejaba pues pasar las horas deambulando por el aeródromo, preguntándose, en el más duro estilo shakesperiano, qué sentido tenía, no su vida, sino su trabajo. De aquí que, de tarde en tarde, utilizara uno de esos cochecitos eléctricos para pasearse por las pistas. Los miércoles y los jueves correteaba por la dos, los lunes por la 1, los martes por la seis, los viernes por la tres y por la cuatro y los sábados por la cinco y por la siete. Hoy era sábado. Los domingos modificaba sus hábitos y espiaba a la psicóloga de recursos humanos que, ante un espejo, se hacía auto-entrevistas para saber si era apta o no para el puesto que ya ocupaba, para averiguar si daba el perfil… Luego, muy seria, decidía en algunas ocasiones admitirse para la plaza laboral, mientras que, en otras muchas, se decía a sí misma que no era apta, repitiéndose aquella manida frase que tantas veces había utilizado en su profesión: "¡Ya le haremos saber cuál ha sido nuestra decisión!". El director del aeropuerto y la psicóloga eran felices. Disponían, al fin y al cabo, para ellos solos, de un aeropuerto entero cuyo coste había ascendido –recordaban- a mil cien millones de euros…

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Cuentan que un "boing 707" con un motor en llamas no tuvo más remedio que aterrizar en el aeropuerto cerrado de Ciudad Real, con tan mala fortuna que le dio por espachurrarse en sábado y, precisamente, sobre la pista siete… Con tan mala fortuna, sí, que el piloto, por añadidura, no vislumbró aquel cochecito eléctrico que se paseaba alegremente por el lugar ni a su conductor, a los que arrasó…Así, el ex director de aeropuertos, tras sobrevivir al E.R.E., no pudo, sin embargo, hacer otro tanto con el destino, muriendo, con las botas puestas, en la pista más emblemática del más emblemático de los aeropuertos nacionales; ese que había costado a los contribuyentes mil cien millones de euros…

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El canal oficial del estado se vio en la incomodidad de informar a sus telespectadores (¡y en plena campaña electoral!) que una psicóloga de recursos humanos (la del mismo aeropuerto en el que horas antes había perdido la vida, en trágico accidente aéreo, don Máximo Borrego, exdirector) se había suicidado, tras no superar un test de idoneidad para su puesto de trabajo; test que ella misma se había impuesto y tras el cual se había auto-suspendido…

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Don Máximo Borrego y su "jefa" de recursos humanos (E.P.D) coparon titulares de prensa. Pero no así don Agapito Cifuentes, del que nadie habló. De lo que sí se habló fue de un esqueleto hallado en la sala de espera del aeropuerto de Huesca, sentado educadamente en una silla junto a la cual reposaba un hermoso sombrero de pana marrón…

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Una lectora leía con avidez lo acaecido en Huesca, lo acaecido en Ciudad Real… Aunque se sentía apenada por el anónimo cadáver, por la muerte de don Máximo Borrego y por el suicidio de la responsable de recursos humanos, su atención se centraba en el coste que los aeropuertos de ambas ciudades había tenido para los contribuyentes. "150 millones de euros, uno… Mil cien millones otro…" –susurraba-. Tres minutos antes de morir la susodicha lectora ojeó un panfleto pseudo-político en el que, textualmente, podía leerse: "No es cierto que los actuales recortes se deban al despilfarro del gobierno saliente, sino a…".

- ¿De que se murió? –te pregunta Roig-.

- ¿La lectora?

- Sí, la lectora…

- De risa, Roig, de risa…