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Los Reyes Magos dejan regalos a los niños que saben que hay unos reyes que además son magos a los que pedir por estas fechas los anhelados regalos, que sólo les dejarán en sus casas una noche mágica de enero. Sin embargo, hay otros niños que por no saber, ni saben que existen los Reyes Magos. Quizá por eso no les piden ningún regalo. Hay niños a los que ni siquiera la naturaleza les permite ser niños. Niños que no han visto otra cosa en sus cortas vidas que una infinita miseria; niños que no tienen por la mañana el desayuno, al mediodía el almuerzo, por la tarde la merienda y por la noche la cena. Hay niños que cubren su penosa existencia, también esa noche mágica de enero, con el frío manto de la intemperie, el hambre y la peor de las hambres: la ausencia de un abrazo, una caricia, un beso. La peor ausencia de calor, la falta de calor humano de alguien que les quiera. Para ellos no hay ninguna noche diferente, todas son igual de frías, igual de solitarias, igual de inhóspitas.

Hay niños que rebuscan en la diáspora de su ciudad, en un lugar hediondo donde se amontonan las basuras, unos desperdicios que estén menos perjudicados, teniendo además que espabilarse por la competencia contra las ratas y las aves oportunistas que medran en el nauseabundo supermercado de la inmundicia.

Ellos, aunque no lo parezcan, también son niños. Ellos, aunque el mundo de la opulencia los ignore, también son seres humanos.

Algunas imágenes de niños sin niñez son simplemente escalofriantes. Nos asombra que se droguen inhalando los gases tóxicos del pegamento. La miseria tampoco es ajena a esta lacra de la droga. ¿Por qué una criatura con nueve o diez años de edad cae en este tipo de pozo negro? No se esfuercen en averiguarlo porque la pregunta está mal hecha. Esos niños no caen en el abandono y la perdición psíquica y física. No caen en esa miserable condición porque simplemente viven en ella, desde que nacen hasta que mueren. Mientras esto sucede, millones de personas bienaventuradas nos habremos puesto hasta las trancas estas fiestas, hasta saciar nuestra insaciable gula, hasta el hartazgo de la insensatez, devorando comida sin hambre y bebiendo sin sed. Después de pasadas estas bacanales pantagruélicas, nos dará la báscula del baño un susto, ¡hala!, como me he puesto. Compraremos un chándal o sacaremos el que teníamos guardado de otras ocasiones y a pegarnos la paliza en el gimnasio o por "esas rutas del colesterol", caminando o corriendo, sofocados como pollos y colorados como "galldindis" para quitarnos de encima, antes de que se nos haga presente la semana santa y el traje de baño deje al descubierto las lorzas de la gordura, esos cuatro o cinco kilos que se nos han agarrado al cuerpo y que, como si fueran lapas, cuesta arrancarnos de encima.

¿Mientras nos estábamos poniendo como el "Kiko", acaso nos hemos acordado de estos niños que cuando comen, comen basura?

Cuando los Reyes dejen a otros niños limpios, bien vestidos y bien comidos, queridos y protegidos, no un juguete, si no 5, 7 o 9, para que al final se aburra el niño y no juegue ni con la mitad de ellos, se nos olvidan los niños que ni siquiera saben que los Reyes Magos existen. Los niños que ignoran lo que es un juguete; niños que ni siquiera son niños, la vida sólo les deja ser supervivientes, a los que les falta todo menos la miseria. Ellos también son seres humanos que podrían comer y vestir muy bien con lo que a nosotros nos sobra, si todos los niños que tienen la inmensa suerte de haber nacido donde han nacido cedieran uno de sus juguetes, uno solo, incluso un juguete de los Reyes del año pasado para los niños de la basura, estos también serían niños, porque un niño que no juega porque no tiene con que, si consigue crecer, lo hará sin conocer lo más bonito de la infancia, el juego, sin tener que rebuscar entre la basura algo con que matar el hambre que le está matando de hambre.

Una vez presencié algo que jamás he podido olvidar, uno de esos niños de la basura encontró, entre una montaña de desperdicios, dos juguetes rotos y sucios, los cogió como si fueran un tesoro, y le dio uno a otro niño que le acompañaba que no había encontrado ninguno. Este niño estaba compartiendo lo mejor de su pobreza. Es la dignidad que nos hace grandes como seres humanos, que a veces, en estos tiempos, pienso que es más fácil encontrar entre los pobres que entre los que viven en mansiones y palacios, sobrándoles buena parte de lo que tienen.