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El retraso forma parte de nuestras vidas y la lucha contra que algo llegue o suceda más tarde del tiempo debido o acordado es un fastidio, que a veces se transforma en indignación. En esta ocasión, no me refiero a la falta de puntualidad de las personas (dicho sea de paso, bastante frecuente) sino de la respuesta a una demanda a las empresas que prestan servicios o a las administraciones públicas. En ambos casos, el cliente que ya ha pagado tiene pocas salidas: reclamación, ir a los tribunales, resignación o desesperarse.

Esa carta o paquete que no llega a su destino, las demoras en el sector de transporte (sobre todo el aéreo), los colapsos en determinadas (demasiadas) especialidades médicas, una instancia remitida a un ayuntamiento u otras instituciones superiores, las reparaciones desde un electrodoméstico hasta un coche, y así podríamos seguir hasta aburrirnos o ponernos de los nervios.

Eso sí, a la inversa no se te ocurra alargarte en soltar la pasta.

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En eso, están prohibidas (o casi) las demoras. Vivir en una isla tiene sus ventajas pero también sirve como excusa.

Sin embargo, hay aplazamientos que claman al cielo. Basta con leer la noticia publicada por este diario que nos informa de que el servicio de gestión de la dependencia acumula retrasos, en concreto 400 menorquines están pendientes de la resolución de su caso, y eso que todos tienen el derecho a recibir la prestación.

Vale, se sacan estadísticas que dicen que la primera fase del proceso (la del reconocimiento) se ha avanzado, pero lo verdaderamente importante es responder a las necesidades de estas personas.

La inversión en sanidad y en servicios sociales son dos pilares del estado de bienestar. No valen palabras sino hechos. Aquí no es de recibo la expresión tan usada: ja serà passat festes.